miércoles, 29 de agosto de 2012

Epistemología del buen escoger

Epistemología del buen escoger

A la pasión nacida entre montañas

Apenas cerró los ojos y el cofre apareció frente a su casa, el repiqueteo de campanilla taladraba el timbre irritante; de la cama a la puerta tropezó con el banco despintado produciéndose un dolor agudo en el dedo meñique del pie izquierdo; al girar la llave de la segunda cerradura el timbre dejó de sonar. Abrió la puerta hallando una caja de madera enmohecida unida a su tapa herméticamente a pesar de la oxidación de sus goznes, tenía la cerradura desmontada, esperando su descubrimiento. Con los pies descalzos, embarcado en el tapete caliente de la entrada, decidió abrir el cofre misterioso, entre sus paredes húmedas encontró una nota y un saco amarrado con un nudo imposible de desatar sin entretenerse un rato en la lógica del cordón: tenía un sonido metálico que se manifestó en doce monedas de cobre; intrigado encendió el foco del pasillo para apresurarse a leer la nota, desdobló con cuidado el papel amarillento y comprobó que la extravagancia del asunto se complementaba con una caligrafía delicada y una flor abierta que ilustraba la única línea emborronada por el agua: "Corona tus antenas de polen", perplejo apartó su mirada del trozo de papel para descubrir que el cofre había abandonado a la nota y al saco, dejando vacía la entrada y a él parado entre la puerta abierta y el goce de la noche.
Pasó de nuevo la llave por las tres cerraduras, apagó el foco y se dirigió al vestíbulo para buscar el libro donde aparecían esas flores que controlaban a los astronautas, las flores que se apareaban gracias a la nave espacial que sucumbía en la superficie del planeta perdido en el universo; lo hojeó para después devolverlo a su lugar en el estante, encendió la televisión y colocó la película dentro del reproductor, saltó las imágenes hasta llegar a donde una flor colocaba discretamente sus polvos fecundos sobre la abeja que recogía su líquido, recordaba como esta imagen en su momento le reveló lo que antes le hubieron expuesto y que carecía de sentido; afloraron en su memoria las múltiples ocasiones en las que este hecho era referido en distintos lugares para hablar de la sexualidad humana, para moldear comportamientos culturales que se mezclaban con eufemismos de los agravios incomprendidos al poseer varias parejas: -de flor en flor-; para conjeturar sobre las relaciones entre la naturaleza salvaje con la civilidad del hombre.
Abandonó la idea de la nota para observar que las monedas de cobre, enverdecidas sin duda por el óxido, no estaban acuñadas, -eran pequeños círculos lisos que resonaban al chocar entre ellas-, revisó el saco y notó que tenía una especie de garabato en rima:

A cinco cobardes
Sesenta inmundicias:
Motivo de alardes,
Doce amartillan.

Recordó el poema -En las presas/ yo divido/ lo cogido/ por igual:/ sólo quiero/ por riqueza/ la belleza/ sin rival.
Caviló ante la sorpresa y decidió regresar al cuarto, arroparse entre sábanas, revisar ideas sueltas, consultar algunos recuerdos dejar el asunto para mañana.

En sueños se estrelló con la lengua de las mariposas, con el recital atiborrado por padres de familia que escuchaban la declamación de sus hijos, (palabras aprendidas de memoria por ellos mismos al preguntárselo en cada oportunidad a sus pequeños para asegurarse que cumplían con su responsabilidad como progenitores ante la escuela).
Se encontró con la niebla fugitiva dentro de la taberna de Bree, con las canciones de los elfos, con Galadriel y Bombadil, desnudo en la montaña sagrada, viendo pasar meteoritos gigantescos apenas a unos miles de kilómetros de la atmósfera terrestre, con el horizonte revuelto por fenómenos espaciales, con sinsentidos de decisiones que se resolvían con lógicas patentadas por el Hermano Gris y su compañía en la planificación del regreso a la manada.

Al despertar convidó, entre refunfuños y hosquedades, su desvelo con su vigilia, desnudó sus fantasías y buscó corroborar la confusión de ambas eliminando la existencia de las piezas de cobre y la nota, esfuerzo vano al comprobar que se encontraban donde las había dejado pocas horas antes; rascó su cabeza, se levantó y llevó ambas con él para estudiarlas durante el desayuno. Así descalzo pisó un charco  en la cocina: la lluvia caía desesperada desde la noche anterior y había olvidado cerrar la ventana.

Durante todo el día, encerrado en su departamento, buscó la relación de lo que había tocado a su puerta: vio piratas, naturaleza, escuchó el vuelo del abejorro, observó el reloj con sus doce números y sus sesenta minutos, se imaginó el segundo, la infinidad del tiempo, la improbabilidad del (de él) mismo, el silencio (él: silencio), la magia, el recuerdo, sus letras, sus encuentros.
Los pensamientos lo invadieron como agua estampándose contra lo que que se pone enfrente en impenetrables inundaciones, diluyendo el pasado, mezclando los recuerdos con los caprichos de antaño, con sus estados de cobardía convertidos en culpas, con la gran cantidad de logros fragmentados por su estrafalaria manía de fracaso, por su adoración al suicidio, con el tiempo como revolver.
Él era esa abeja que vagaba por el mundo contagiándose de ideas, esparciéndolas por donde volaba, sin nada fijo; era esos cinco cobardes que se dividían a ellos mismos, repartidos en un tiempo que amartillaba su destino, revolver cargado y preparado para disparar en cualquier descuido suicida, alardeando su muerte.

O era él consagrándose al mundo en un bailoteo entre diversos pensamiento, fecundando nuevas discusiones: la posibilidad de la equidad a pesar de las culpas, el reparto perfecto para defender, durante su existencia temporal, lo que mantenía oculto como tesoro.

O nada tenía sentido y sus pensamientos vagaban libres en su inevitable obsesión de resolver acertijos -o supuestos acertijos-.

Buscó entre sus libros aquél que explicaba koans, localizó el problema del Buda más grande que la puerta por la que tenía que ser sacado, vio la solución: el problema era mental, no existía.
Abandonó la búsqueda mientras su cabeza palpitaba intensamente, las gotas seguían comunicando la tierra con el cielo.

La telaraña que se tejió por la tarde adornaba todo el cuarto y, aunque se encontraba libre, no podía moverse. Pensaba que ésta, su ilusión, se sobrepasaba al convertirse en alucinación, agitó los brazos para librarse de visiones absurdas y quedó pegado en una red que vibraba por todo el cuarto, la araña no tardó en llegar para paralizarlo rápidamente, para licuar sus órganos y sorberlo como proteína necesaria.
Mientras, diluido, entraba en la araña se volvía la araña, se consumía a sí mismo, se detenía con todas las patas en las hebras construidas por ella. Se terminó a sí mismo, se volvió ella con él adentro y reposó el alimento en una digestión abandonada de pensamientos, se acurrucó en su horrible apariencia ahora adquirida y se sintió sola, abandonada, se encogió con el frío de la recién nacida noche, de la empapada noche, y lamentó la trampa de sus ideas, sus otros movimientos intempestivos, y se sujetó mientras tarareaba los sonidos de la canción que sonaba en su, ahora, deshabitado cuarto: 

Ay,
abrázame esta noche
y aunque no tengas ganas
prefiero que me mientas
tristes breves nuestras vidas
acércate a mí
abrázame a ti, por Dios
entrégate a mis brazos.

Me transformé en nueva tela de araña, me convertí en hebras alargadas que transformaban mi corporeidad en líneas de información, dispersas en su longitud, agrupadas en su extensión. Una enmarañada línea de tiempo que confluía en ella sin principio ni fin, alejada del recuerdo del inicio, ignorante de la certeza del final, vibrando en distintos lados, indicando a la araña, exigiendo atención y reparación de los hilos rotos a cambio de casa y cobijo, seguridad de alimento.

Pegada a las paredes del departamento y alimentándome de moscas, me ausenté de mi mundo antes recorrido hasta que morí en la araña y llegaron los curiosos. Las moscas eran cadáveres secos que no despedían olor alguno; moscas con manos y sexo, moscas e insectos, todas humanas, todos alimento.

"Cuando la piedra sobre la que caían miles de toneladas de agua al año fue suficientemente erosionada se apartó del camino".

Y ante la contemplación del baile y la arquitectura barroca del agua en Cuetzalan se me antojaron todas las historias del mundo arremolinadas por las gotas de sueños excelsos: Ahí existían idiomas para las abundantes lluvias.

Revolución Fantástica

martes, 28 de agosto de 2012

Telarañas de los sueños

Telarañas de los sueños


A veces, por la noche, encuentro ciertos olvidos navegando entre la niebla de mis dolores, comparto sentimientos pasados con mis tantos yos anteriores, estallan por dentro buscando rutas de escape por lugares específicos de mi mente, por esas grietas que no se han resanado para permitir, precisamente, que existan rutas de escape; los encuentro aferrados, como si de sobrevivir se tratara, de perdurar cueste lo que cueste, de hacerse validos reafirmándose de tanto en tanto, son esos dragones que habitan en la isla desde siempre, esos asesinos que toda sociedad tiene, esos torbellinos de angustia que arremeten contra los intelectuales y puritanos, contra los exitosos industriales del siglo pasado; aferrados a la búsqueda irresistible de pasión desenfrenada, esclava de una alucinación imposible de la realidad, son el enfrentamiento de la agonía de la isla con los magníficos soldados del orden, los renegados que han perdido la partida, mis vencidos que nunca desaparecen, los que no comprenden (¿Qué es lo que no comprenden?), mis exquisitos contrastes, esos que me permiten la incomprensibilidad desquiciante, la alfombra llena de chinches.
Llegan de a poquito, disimulados en el movimiento cotidiano, son esos los que habitan la isla, nombrados como marginados, los incomprendidos, podrían llamarse los vencidos. Llegan de ese modo, externamente lastimeros, embusteros, parias, desafortunados.
Vuelan violento, con giros atroces, fúricos, embistiendo al sol, a las nubes, a las olas, lanzan llamas, generan escándalo, se impregnan en cuevas, en rodillas, en quijadas y lágrimas, se encajan como dagas de memoria en neuronas palpitantes, destellan en sus ojos heridas supurantes, vacíos hondos; estallan.
Pareciera momento de lanzar la policía, de hacer disertaciones sobre los marginados, conferencias sobre los parias, sobre los vencidos, programas sociales para ayudar a la readaptación de estos estúpidos dragones hediondos del camino, vagabundos perdidos.
Pareciera necesario socializarlos, comprenderlos, tolerarlos.
Cuando todo parece necesario e, incluso, cuando eso necesario comienza a llevarse a cabo (esa mágica eternidad que se presenta en el instante de la decisión a la acción) la propia isla actúa, no son los dragones, pobladores de la isla, los que deciden la condición de sus compañeros, no son los dragones los que toman las decisiones, -los ganadores y los perdedores-, no son los dragones los responsables de los otros dragones, ni los responsables de nada, sólo son lo que han aprendido a ser, los caminantes de sus sendas, los que conviven desde su isla con un cuerpo orgánico que los explica como pensamiento, como abstracción.
Las grietas no se resanan porque son las rutas de algunos dragones (incluso la entrada a otros tantos), los lagrimales no se talan porque obsequian una gran cantidad de oxígeno para otros, los libros no se queman porque contaminan el cielo donde vuelan.
Por la noche sale el miedo cabalgando ¡En este mundo todos mueren, aun los aferrados, aun los abandonados, aun los encumbrados; todos mueren… en este mundo mueren todos!


Revolución Fantástica